04/06/2019

Exterogestación

Hoy se cumplen las 40+2 semanas de vida de mi luz. Un día más fuera de mi que dentro.

La exterogestación es ese periodo de adaptación a la vida fuera del útero materno, esos mal contados nueve meses desde el nacimiento. Hoy quiero contaros el momento en que empezó todo: nuestro parto.

En la visita preparto, después de la exploración, me dijeron que me inducirían el parto en dos días, justo al cumplir las 40 semanas debido a mi aumento de peso en el último mes y el percentil 90 de la niña. Calcularon que estaba en torno a los 4 kilos pasados, de modo que se decidió mi ingreso el 26 de agosto de 2018, a las 8 de la mañana. Tenía el cuello blando y una permeabilidad de dos dedos, por lo que la doctora que me atendió me dijo textualmente “traes éste papel el domingo, pero ya te digo que tú estás entrando mañana por urgencias de parto”. Me harté a andar, y después de muchas vueltas llegó el momento: el domingo fuimos al hospital sin ningún síntoma de parto.

Me acomodaron en una sala de dilatación al lado de los paritorios. Aparecieron dos chicas y se presentaron: matrona y matrona en prácticas. ¿Te importa que ella también te haga tacto para practicar? Misteriosamente, ninguna de las dos me hicieron daño. La pobre en prácticas no sabía distinguir nada, estaba más pendiente de no hacerme daño que de distinguir con los dedos la abertura de mi cervix. Todo seguía igual, blando con permeabilidad de dos dedos.

Indicaron colocarme prostaglandina que es una especie de tampón que se coloca pegado al cervix y va liberando la medicación, lo cual provoca el ablandamiento del cuello y el inicio de la dilatación. Me dejaron moverme a mí antojo, ir al baño si lo necesitaba y beber y comer. Nos dijeron que tuvieramos paciencia, que podía estar con eso 24 horas y que preveían que me pondría de parto al día siguiente por la tarde. A las 11 de la mañana llegaron las primeras contracciones. Todas se sorprendían del buen humor que llevaba, pusimos música, me pusieron las correas y con el sonido del corazón de fondo el ambiente era tan acogedor… Hasta que a las 13 empecé a encontrarme realmente mal. Las contracciones cada vez dolían más, mucho más y todo me molestaba. Me trajeron una pelota de pilates que me ayudó lo justo, y a partir de aquí me volví completamente loca: a mí marido le pedía que me trajera agua y me masajear los riñones a la vez, la música no me gustaba y me irritaba hasta tal punto que me puse hasta borde. Dolía mucho. Saqué el teléfono para controlar las contracciones y tomaron una dinámica exasperante de entre 50 segundos y minuto y medio de duración con un descanso de un minuto escaso. El monitor se volvía loco, yo me movía, se perdía el corazón del bebé y no había manera de medir nada. La gráfica de las contracciones ni se veía y tenía a las enfermeras cada dos por tres en la habitación. Yo estaba sudando, sin comer y con ganas de arañarle la cara a alguien. Jamás pensé que podía doler tanto, tan seguido y durante tanto tiempo. Finalmente a las 4 de la tarde me informaron de que me iban a quitar la medicación, que no podía seguir así ya que no tenía apenas descanso entre una y otra y mi útero necesitaba relajarse, y yo también de paso. Así que a las 16:30 más o menos me retiraron el tampón y me ofrecieron una ducha, pasar al paritorio y ponerme anestesia peridural. Aquello me sonó como ángeles cantando, dije que sí de inmediato.

Serían las 5 de la tarde cuando pasito a pasito balanceándome como una campana de Notre Damme me fui para el paritorio número 5. Me dejaron toallas, un par de esponjas jabonosas y un pijama nuevo y me pegué un duchazo que me quedé nueva. Al poco rato entró mi marido vestido de marcianito y me ayudó a secarme, vestirme y subir a la camilla. Por fin estábamos ahí de vuelta, 15 meses después.

Me pusieron correas otra vez y en seguida vino la anestesista, muy simpática. Entre contracción y contracción me colocó la anestesia y poco rato después de ese escalofrío helado que sientes cuando entra la medicación empezaron a dormirse las piernas y a cesar el dolor. Me quedé en la gloria, de verdad. No me dormí de lo contenta que estaba, ahora ya podía contestar llamadas sin que al otro lado pareciera que estaba moribunda.

Empezamos con oxitocina, un poquito, ya que con la anestesia paraban un poquito las contracciones. El resto de la tarde fue pasando casi sin darnos cuenta, mi marido salió en un par o tres ocasiones a echar un café con mi madre y mi abuela, que seguían en la sala de espera porque en casa no podían estar de los nervios. Mi padre intentó colarse en el paritorio, pero lo pillaron y tuvo que conformarse con seguir las novedades por WhatsApp. Y sin darnos cuenta ya estaba de 5cm y a las 8 o 9 de la tarde rompí aguas. De repente me noté muy húmeda y le dije a mi marido que me trajera papel para comprobarlo y efectivamente, había roto la fuente y la había liado parda. Siento ser tan explícita pero ahí va: quise “secarme” tanto como puedes secarte tumbada de lado con una barriga de 40 semanas y al hacerlo me llevé todo un moco elástico que se estiró como medio metro antes de caer sobre mis muslos. Parecía atrezzo de la peli de Alien, que mi marido enseguida bautizó como “Elien”. Llamamos a la comadrona y dijo que iba ya por 6cm. Decidimos que sería prudente que mi marido se fuera a cenar antes de que cerrasen el bar de enfrente (mucho más barato que la cafetería del hospital) y cuando no hacía ni media hora que estaba fuera volvieron a mirarme y la chica dijo “uy, te he dicho que estabas de 6? Y de 8 también!”. Madre mía dos centímetros en una hora o menos? Le mandé un mensaje a costillita “traga ya que estoy de 8 y si sigue así no llegas” pero sí que llegó, aún faltaba un poco. A todo esto tuvieron que colocar un medidor en la cabecita del bebé porque la correa no detectaba bien su corazón, de modo que introdujeron un cacharrillo pequeñito y lo dejaron ahí. He de reconocer que pese a la tranquilidad yo estaba un poco acojonada porque en ese momento la dosis de oxitocina ya era bastante.

Las horas pasaban sin darnos cuenta y a la 1 de la madrugada vieron que ya había dilatado por completo. Montaron el potro y le dijeron a mi marido que se asomara si quería verle la cabeza. Parecía tonto ahí amorrado a mi pierna asomado al tema diciendo “¡le veo la cabeza! Tiene pelo! Le veo la cabeza!” Me dejaron tocarla y es tan raro el tacto…te sientes a ti y de repente algo viscoso que no forma parte de ti pero que está en ti. Probamos a pujar pero estaba muy arriba y no eran efectivos, así que decidieron esperar un poco más. Media hora después había coronado. Volvieron a montar el potro y ahora sí, tocaba empujar con fuerza. Asistieron el parto un ginecólogo muy joven y una enfermera también joven, encantadores ambos. Le indicaron a mi marido como ayudarme y una vez colocados empezamos a aprovechar las contracciones. ¡Empuja!

Ya tenía la cabeza fuera. ¿Puedo tocarla? Su cabecita entre mis piernas, caliente, viscosa… Viene otra, ¡empuja!

Rotó y mi marido ya estaba en éxtasis, ¡que le veo la carita! En dos pujos más la enfermera me dijo, estira los brazos que ya viene, cógela! Yo me quitaba la bata como podía hasta que ella me ayudó, estiré los brazos instintivamente y el chico puso en mis manos algo pesado y caliente. La puse sobre mi pecho, era grande y rosada con la carita apretada de no gustarle mucho este medio seco y hostil. Tumbada sobre mí empecé a masajear la espalda, a frotarla. No llora, por qué no llora? Y entonces, con su gorrito puesto y una toalla por encima, con todo su cuerpecito pegado a mí y el cordón latiendo ocurrió:

Fue el sonido más bello que jamás he escuchado. Un llanto corto, con carácter. Y una promesa: mis brazos nunca volverán a estar vacíos.